Así como lo leen: los motociclistas se están matando. Y están matando a otros. Y están dejando luto en sus hogares y en hogares ajenos. Y están dejando heridos, miles de heridos. Y están exacerbando a la ciudad y mortificando a la gente. Sí, los motociclistas se están matando y no quieren darse por aludidos.
La escalofriante cifra que muestra la publicación de hoy en este diario revela que en Bogotá ya hay cerca de un millón de motos rodando por sus calles. Esa es la población de Bucaramanga y su área metropolitana. Pero la mayoría de ellas están registradas fuera de la ciudad, en municipios vecinos, donde el tema se ha vuelto ‘negocio’. Es decir, los motociclistas pagan su registro en otro lado, pero hacen de las suyas en Bogotá.
La horda de motociclistas mañana, tarde y noche es evidente. Calles que antes eran tranquilas ahora están tomadas por motos. Cada vez pululan más las de alto cilindraje, las más veloces y ruidosas. Porque ese es otro tema: la contaminación auditiva que están generando. Y para colmo de males, al igual que los carros, ahora también hacen piques clandestinos, con la diferencia de que ellas son más ágiles para huir de la escena.
En los últimos diez años, 5.400 personas han sido víctimas fatales de los incidentes de tránsito en la capital. De ellas, 1.750 eran motociclistas. Se pasó de 120 a 242 en una década. Si bien Bogotá está lejos de la media nacional –mucho más trágica– el crecimiento del parque automotor impone un desafío a la ciudad en materia de seguridad vial, que este año cerrará en números rojos. Y en la región es peor: desde hace una década, el promedio de muertes de motociclistas es de una al día.
Hay algo que no logro entender: ¿por qué la moto se convirtió en sinónimo de exceso de velocidad? No conozco las cifras, pero estoy seguro de que un alto porcentaje de incidentes ocurre porque los motociclistas viven de afán, tanto los que usan estos aparatos para trabajar como los que lo tienen por placer. El afán y la velocidad los hace ignorar las señales de tránsito, respetar los espacios públicos y ser más tolerantes con peatones y ciclistas. El afán de los motociclistas se traduce en impaciencia y la impaciencia lleva a la imprudencia y la imprudencia a la tragedia. Es el ciclo perverso y el día a día en la ciudad.
Las autoridades, hay que decirlo con claridad, no saben qué hacer con ellas. El Gobierno Nacional se rindió a sus pies y les entregó lo que pidieron. La mortandad nacional de motociclistas no hay quién la detenga. Cualquier medida que se les quiera aplicar no tiene caso porque sus amenazas pueden más. Tienen poder real en lo económico y lo político. Colombia se convirtió en una veta para los comerciantes de motos, que al final de cuentas no tienen la culpa, pero tampoco hacen mayor cosa por evitar la tragedia nacional que involucra a sus vehículos.
Y poder político porque han tenido congresistas, lobistas y más recientemente eligieron concejal. Algunos se lamentan de que ahora los motociclistas tengan concejal porque es una prueba más de que, lejos de amedrentarse, están desafiando a la sociedad con políticos en los estamentos públicos, para ejercer presión y lograr más beneficios o promover menos restricciones.
Yo pienso lo contrario. Yo celebro que haya un concejal motero. Y confío en que esté a la altura de su nueva responsabilidad. Confío en su sensatez y en que, si bien llegó en representación de un gremio terco, testarudo, ventajoso y soberbio, es de esperar que ahora vea desde la institucionalidad lo que representa una actividad que genera beneficios para miles de personas, lo cual no se cuestiona, pero que es necesario corregir lo que está mal en ella.
El concejal motero hará más visible a los motociclistas, sin duda, pero también lo hará más visible a él, porque la ciudadanía y los medios estarán atentos a las posiciones que asuma, a sus proyectos de acuerdo, su predisposición a que las cosas mejoren y a que se convierta en la voz sensata que hoy no existe para los motociclistas, pero con la responsabilidad que les asiste ante la sociedad. Bienvenido el concejal motero y que su gremio empiece a escucharlo.
Que no vaya a suceder como con los taxistas, que están abandonados a su suerte y pasando vergüenzas con quien se hace llamar su representante, un matón que se cree dueño de la ciudad, que la paraliza cada vez que le da la gana, que no importa que se atropelle la integridad de mujeres, niños y jóvenes o que tolera que se agreda a los de su gremio que prefieren trabajar antes que bloquear la ciudad, como han vuelto a anunciarlo recientemente.
A los pobres taxistas sí que les hace falta un representante que esté a la altura de su oficio y no a merced de los intereses del señor Ospina, que se ha vuelto parte del paisaje que ensombrece a la ciudad.
Ahí les queda este desafío al gobernador Rey y al alcalde Galán, ahora que tendrán que vérselas con la región metropolitana.
ERNESTO CORTES